El viento sopla fuerte sobre una playa en llamas. Le compite el mar, que ruge hambriento, y se precipita ansioso sobre la orilla, abalanzándose sobre los restos de la batalla. Existe un estado de silencio, que cubre todo lugar, que atestigua la guerra como cubre el manto al cadáver; se baja el telón y se ruega a los señores espectadores abandonen la sala. Aún no estamos allí, los lamentos de los heridos y el graznido de las gaviotas se confunden con no pocos disparos –ecos, no obstante, de lo recién acontecido- que responden a maldiciones de aliados y súplicas de enemigos. No nos confundamos, esta obra no espera nada ya.
La contienda ha sido breve, dura, arrolladora en su inicio y precipitada en su conclusión. Ya fueron escasos los hombres que de partida participaron en ella, pero muy pocos han conservado la vida. El botín disputado jamás justificará el sacrificio que ambos bandos acaban de sufrir. Llegará el día en el que algún estudioso despistado se enfrente al análisis de los motivos que movieron a sendos generales a precipitarse con tanto arrojo en pos de tan nimia recompensa. No les espera más que la gran Esfinge, sus plumas se detendrán ante la imposibilidad de describir los motivos de la batalla, reflejo de su insuficiencia intelectual ante el misterio. El corazón de los soldados caídos será el único lugar en el que se les pueda contemplar, incluso comprender.
Nos perdemos, empieza a nevar: pocos son los copos, insuficiente el tributo de los cielos. Hay un cuerpo tumbado en la orilla, las heridas le visten de cintura para abajo, macabro fin de baile. Su brazo extendido parece buscar el mar, que así debe interpretarlo, pues le lame gentilmente la mano, provocándole un ligero espasmo. El soldado está inconsciente, su mente va a la deriva sumergida en un torbellino de confusos recuerdos e imágenes imposibles. Le es grato, ya que a pesar de lo inconexo del delirio, son el triunfo y la gloria los motivos que relucen.
De repente un fuerte dolor le invade en el costado, dolor que le aleja de las mareantes visiones y le precipita con sobrehumana violencia de vuelta una orilla parecida a la que cuelga de sus recuerdos; ésta, sin embargo se encuentra detrás de una máscara de luces y sombras. Nuestro hombre se sabe inmóvil, aunque nota el frío sudor sobre su rostro y el dolor que lo trajo aún hirviendo en el costado.
Busca el Sol, no lo encuentra, algo le tapa lo que, siendo generosos, sería un rastro oculto tras las altas nubes grises, que siguen tributando los copos de nieve antes referidos. A medida que la máscara se va deshaciendo ante sus ojos, distingue a un hombre como objeto que le impide la luz, cree oír ecos de lo que podría ser una voz humana. Efectivamente, un soldado le está hablando con actitud imperiosa, ligeramente inclinado sobre él. Un segundo puntapié consigue hacerle llegar las palabras nítidas al oído del soldado, a pesar de que el dolor haya tenido que incrementar.
–Maldita sea, no me gusta perder el tiempo repitiendo las mismas razones para que sólo las atienda el viento.– Empieza a nevar con más intensidad.
–Ya… debería… matarme.– La sangre se le escapa de la boca cuando habla. Su rostro empieza a adquirir una palidez cadavérica, los grises no le son desconocidos, los ojos parecen no poder hundirse más.
–No creo que eso vaya a ser necesario. Lo siento por usted, pero no me apetece apuntarme otra a mi lista, ¿me entiende?
–Vaya… era apetencia… ¿qué quería?
La nevada empieza a arreciar como para hacer que la pereza invada a cualquier hombre agotado tras el trágico día. El soldado empieza a incomodarse y se transparenta su impaciencia.
–Mire, solamente buscaba hombres por los que merezca hacer perder tiempo al médico. La verdad es que usted no es uno de ellos.
–Eso también me…– Vuelve a toser sangre, esta vez durante largo tiempo, encadenando espasmos con esputos en una lastimera danza fúnebre –me… resulta evidente a mí… también.
–Bueno es saberlo. Bien, voy a refugiarme, esto está endureciéndose y estoy empezando a desmontarme por dentro.
–Claro… claro… dime una última cosa, antes de irte. ¿Qué bandera ondea sobre la colina? ¿Es la nuestra?
El soldado parece perturbado por esta última pregunta. Duda. El mar se alza en un último ataque de furia, su rugido resuena a lo largo y ancho de la costa, oculta por los elementos, recogida en el seno de su realidad.
–Sí, es nuestra bandera camarada… nuestra bandera.
Antes de volver a los refugios contempla cómo el hombre, que fuera enemigo durante el día, fallece con una sonrisa en la cara, extrañamente mucho más viva ahora. La pena le sobreviene como una losa de excesivo peso, bajo la que sus hombros nada pueden hacer más que derrumbarse. Es curioso cómo reacciona a veces el corazón humano, cómo llega a posicionarse en contra de las más arraigadas creencias, construidas durante años, con tal de encontrar una excusa existencial. Se gira y dirige sus pasos al encuentro de los suyos, sendas lágrimas resbalan en sincronía. El viento le corta la cara y la nieve le cubre el cuerpo, deformando su silueta y revolviendo su espíritu.
El soldado llegará con su regimiento. Comerá y beberá con ellos, aunque no sepa sumárseles en la alegría de la celebración. Al día siguiente, por la mañana, después de una noche en vela, se levantará de la cama y meterá el cañón del fusil en su boca, fuertemente apretada contra el paladar. Jamás conseguirá apretar el gatillo.
Texto publicado originalmente en El Intempestivo #3
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