Ambos apuraban un cigarrillo, un tipo viscerotónico con el café a medias compartía “grada” con un somatotónico de fisionomía apática que vestía de color oscuro. Intuitivamente se lanzaron a conversar. Era la medianoche de unas fiestas populares, entre embriaguez, ruido, y figuras que hacían fundamentalmente de espectadores. El hombre de aspecto sobrio, con aires de ser oficinista tal vez, recién apurado el café encendió la conversa cordialmente:
-Fíjese bien compañero, porque aquí se profetiza el futuro de nuestro organismo.
El otro, sin despegar su atención de la escena festival hizo una expresión entre interrogación e instóle con una fugaz ojeada a que fuera más generoso con su expresión.
– ¡Si hombre!… he aquí los hombres que sobre sus espaldas encauzarán necesariamente el rumbo de esta tierra matria.
– Ummm…creo que futuro es una palabra caducada, huérfana ya de referencias, sin localidad posible en la hoja de ruta que debe esbozar cada corazón o cada mente.
– Niega el futuro, ¿es usted algo pesimista verdad?
– El pesimismo me parece patrimonio de lo heroico. Le agradezco la consideración. Verá, yo entiendo el futuro como voluntad de hacer de nuestros hijos organismos mejores, salud digna y ejemplarmente olímpica. El futuro le pide al presente un solemne gesto de fe para poder ser.
Ahora el intrigado era el señor sobrio, que curioso ante este planteamiento y el cierto acento mesiánico de su compañero dijo:
– Me parece que no le comprendo.
– Ello es porqué usted es el arquetipo del último eslabón del hombre moderno, un monaguillo del antropocentrismo de la Iglesia del progreso.
– Bueno, creo sin duda en el progreso. parece que mi confianza en el mundo le insulte, a ver si resultará que es usted un malogrado, un reactivo, un…
– Bien – le interrumpió el mesiánico- Los reactivos proyectan su resentimiento en la vida desde la legitimidad que suscribe su sentimiento de envidia… a mi me atraviesa las venas un despótico y atlético desprecio, creo que es cosa distinta.
Aquello ya parecía una conversa seria, aunque el oficinista advertía que había menos gravedad en sus palabras que en el tono de su compañero.
– Debería disfrutar más de la vida, cuidar su estómago y aquietar esa absurda y estéril inquietud, parece que le domine una suerte de pasión suicida…
– Eso le basta a quién aspira a broncear risueño su espíritu con felicidad de vaca, pero a mi, pastar en el jardín me revuelve el estómago, créame. Una vida sin más cielo que el placer ni más brújula que el apetito de las mayorías me merece el nombre de castigo.
Y sonrió algo siniestro.
– ¡Entiendo, a usted la vocación lo arrastra al gusto por lo ascético, genial oiga! ¡Viva pues, y deje vivir! existen mil ventanas, póngase a la cola de su color favorito y respete.
El oficinista pareció satisfecho de sus palabras incluso pareció coronarse con cierta autosuficiencia después de ellas.
El otro amigo juzgó de gratuidad y de slogan o paparruchada lo que acababa de oír.
– Todavía no me he bautizado en la confesión del mundo como mercado, y mi herejía de la desigualdad me facilita un lenguaje para los de su especie.
– ¿Mi especie? – musitó sin duda algo violentado.
– Los patéticos, los esculpidos en tosquedad, los apasionados de la libertad entendida como grosería y egolatría cronificadas.
– Hablamos sin duda lenguajes distintos – le respondió entre el desaire, y un cierto sentimiento de decepción que buscaba despedirse de la conversa.
– ¡Lo sabía!
-Vaya pues, usted dirá
– Lo supe desde el momento en que su silueta barriguda, de hombre limitado y de despacho, sonreía complacida, como invernando en perfecta neutralidad.
– ¡No le parece nada bien oiga, hasta será usted enemigo de la sonrisa!
– Le confieso que tal vez he estado equivocado toda mi vida, pues pensaba que la sonrisa era un signo reservado a la salud.
Texto publicado originalmente en El Intempestivo #2
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